Antonio es un profesor universitario joven que padece crisis de ansiedad desde hace un par de años. La primera vez que tuvo una “crisis de ansiedad” fue a urgencias porque pensaba que estaba sufriendo un infarto. No pensaba que tuviese ansiedad, ni podía creerse que los médicos no le hicieran mucho caso a su supuesto infarto. De hecho le comentaron que “sólo” tenía ansiedad y le mandaron algunas pastillas. Estas pastillas le suprimían las sensaciones de ansiedad, sobre todo al principio, e incluso le dejaban a veces un tanto adormilado, pero pronto comenzó a notar que “eso seguía ahí”. Se notaba muy pendiente de su corazón, de si se aceleraba o palpitaba con fuerza. Él era deportista, pero a partir de las crisis de ansiedad cada vez le apetecía menos el deporte. En realidad le producía miedo, porque en cuanto montaba en la bicicleta le resultaba inevitable notar cómo se aceleraba su corazón y tenía que dejarlo “porque podía ocurrir lo peor”. No obstante, sus crisis aparecían de modo inesperado. Nunca sabía a ciencia cierta si iba a tener una crisis o no, pero era cierto que había determinados sitios o situaciones que prefería evitar: grandes almacenes, colas en supermercados, viajar en avión, etc. Antonio veía que su vida se limitaba. Últimamente no soportaba ver películas de intriga o acción y —lo que era peor para él— se estaba distanciando de su pareja porque habían comenzado a evitar los encuentros sexuales con ella. De nuevo estaba el miedo al infarto campando a sus anchas: cuando hacía el amor notaba que el corazón se aceleraba y no podía evitar pensar en el infarto.
Rosa tenía 32 años cuando acudió a consulta. Llevaba una larga andadura en su búsqueda de ayuda, que se remontaba unos cinco años y que incluía psiquiatras, psicólogos, curanderos y videntes. Todo comenzó tras una época bastante estresante en el trabajo. Un día tuvo una experiencia que calificó de aterradora. Estaba caminando por una de las calles de su pueblo y de repente sintió una extrañeza inexplicable: sabía que ésa era la misma calle de siempre pero le resultaba desconocida. Se sentía como si se hubiese caído de un platillo volante y no conociese a nadie ni reconociese las calles de su pueblo natal. Comenzó a correr; las piernas no le dejaban estar quieta, sentía oleadas de calor y le faltaba el aire. Llegó corriendo a su casa y se quedó más tranquila pero totalmente confundida: “¿Me estaré volviendo loca?” —se preguntó—. Precisamente, unas semanas atrás habían ingresado en un hospital psiquiátrico a dos vecinos suyos, aunque no sabía muy bien porqué. La experiencia volvió a repetirse cuatro o cinco veces antes de que su madre le acompañara al psiquiatra. El psiquiatra no se mostró muy seguro sobre el trastorno de Rosa, pero —según contó— le dijo a su madre que podía ser “ESQUIZOFRENIA”. Una palabra con mayúsculas para Rosa y que no podía escuchar sin que se le erizara el vello de todo el cuerpo.
Rosa sabía que la esquizofrenia es un trastorno mental grave que produce experiencias extrañas; como ver personas que no están, oír voces que nos insultan, o tener sensaciones aterradoras de ser perseguido, espiado o controlado desde el exterior. Para ella, esa palabra era sinónimo de pérdida de la razón y aquel diagnóstico provisional se convirtió en motivo de una gran preocupación, ya que las sensaciones terroríficas se repitieron en varias ocasiones.
Eva es una estudiante de la ESO, un buen día cuando se levantó para presentarse a un examen notó una sensación leve de mareo, cuando entró en el instituto esa sensación fue más acusada y se acompaño de hormigueo en brazos y piernas, mareo y falta de aire o respiración. Cuando se sentó en el examen se quedó en blanco y las mismas sensaciones se dispararon a un grado máximo , Eva se levantó y salió corriendo del examen a su casa.
A partí de entonces cada vez que tiene un examen no duerme el día anterior, no recuerda lo estudiado y presenta habitualmente esos síntomas. Ha repetido 2º de la ESO.
Ana tiene 38 años, tiene dos hijos y un marido que está fuera la mayor parte del tiempo, manifiesta sentirse sola, aunque esté acompañada, se siente infeliz, triste, siente un fuerte vacío interior, no le encuentra sentido a su vida, su marido le dice a todas horas que se levante del sofá y deje de mirar la televisión y llorar, que así no va solucionar la situación y que no entiende que la pasa. Ana intenta salir con sus amigas de toda la vida, ir al gimnasio y acudir dos veces por semana a sus habituales clases de baile de salón, pero no disfruta con las conversaciones de las amigas, “sus conversaciones son absurdas”, ya no la gusta bailar, se siente a disgusto con su físico por lo que ha dejado también el ir gimnasio….”mi vida ya no tiene valor, voy a estar triste toda mi vida, si desaparezco de este mundo a nadie le va a importar….”.
Juan, empezó un día a sentirse con un estado de ánimo más bajo que lo normal, su padre había fallecido hace medio año y su novia le había dejado. Se pasaba todo el día llorando, sin ganas de hacer nada, se pasaba la mayor parte del día en la cama, ni sus actividades que antes le parecían gratificantes le motivan para levantarse de la cama. Pensaba que su vida no tenía sentido después de perder a su padre y a su novia sus pensamientos eran …“nunca encontraré a nadie que me quiera”, “todo me irá mal en la vida”, “mi vida no tiene sentido, si al final me voy a morir…”.
Tuve que dejar en el primer año de carrera los estudios. Me era cada vez más imposible ir a clase. Me sentía observado, ridículo, si alguien me decía algo me ponía rojo y sudaba. Tenía la sensación de que mil ojos me estaban mirándome sin parar. Uno de los primeros días el profesor me sacó a la pizarra para realizar un ejercicio escrito y oral, nada mas tuve que empezar a hablar de repente y de golpe empecé a temblar, sentía hormigueo en las piernas y manos, sentía como naúseas y todo parecía darme vueltas.
Salí corriendo de allí, me puse asustado a llorar. Poco a poco y con el tiempo fui cada vez relacionándome menos con gente nueva. Al mes siguiente tuve la misma reacción cuando puse el pie en la puerta del colegio, dejé de ir a las clases por miedo a hacer el ridículo una vez más. A la semana intenté reanudar las mismas pero nada más pasé por la puerta de la universidad tuve las misma reacción que cuando el profesor me sacó a la pizarra. El corazón se me disparó, no sentía ni las piernas ni las manos….
Juan es camionero de profesión. Nunca había tenido ningún accidente de consideración hasta el verano pasado. Conducía su camión en un trayecto habitual cuando una rueda se reventó en mitad de una curva. El camión perdió su estabilidad y cuando quiso darse cuenta, Juan estaba dando vueltas de campana embuelto en llamas. Afortunadamente fue rescatado a tiempo y le trasladaron a un hospital cercano. Tras varias horas de operación, lograron salvarle las piernas, aunque debería hacer rehabilitación durante muchos meses. No estaba claro si volvería a poder conducir. En un primer momento no parecía que le fueran a quedar secuelas psicológicas del accidente, pero pasados unos meses comenzó a tener una serie de sueños angustiosos en los que recordaba las vueltas de campana y el fuego. Luego también le venían estas imágenes estando despierto y, pese a que intentaba no centrar la atención en ellas, le resultaba imposible apartar esas imágenes de su mente. Por otro lado, Juan evitaba cualquier conversación relacionada con los accidentes, no deseaba volver a montar en coche e incluso le resultaba penoso venir a la clínica en taxi. Cualquier cosa que le recordara el accidente le hacía sentirse realmente mal.
María siempre tuvo miedo a todo lo relacionado con la sangre, las heridas, y, por extensión, dentistas y médicos. Era superior a sus fuerzas, como ella decía. Ver una aguja le producía pánico y sus piernas sólo le pedían correr y escapar de allí, tuviera ella 5, 15 ó 25 años — con 25 años ya le daba bastante vergüenza, pero aún así no podía evitarlo—.
Siempre le había resultado muy costoso estar al día en sus vacunas y llevar un control aceptable de su salud, si para ello era necesaria la más mínima extracción sanguínea. Acudía a consulta porque ya no podía demorar más la concepción de su primer hijo. Le producía pánico tan sólo pensar en la posibilidad de recibir la inyección de anestesia. No quería ni hablar de que pudiese necesitar cesárea.
El solo pensamiento de las agujas la producía ya aceleración del corazón, taquicardias, sudoración, sensación de inquietud….
En la fase de euforía Pedro manifiesta:
Llevo dos semanas en las nubes, no hay quien me detenga: es maravilloso no sentir la necesidad de descansar, soy el mejor. Ayer me leí un libro, antes de ayer invertí en bolsa la mitad de mis ahorros… Fue genial el viaje del fin de semana, escribí e-mail a todos mis contactos…..
En la fase depresiva Pedro manifiesta:
Me quiero morir, no quiero levantarme, me siento culpable por no haber hecho nada productivo en la vida, la estoy malgastando, no debí gastar la mitad de mis ahorros, que haré en un futuro…
Son dos fases que se van alternando en la vida del Pedro.
Eva tiene 10 años de edad, desde los 4 años era una niña diferente a los de mis compañeras y amigas, siempre ha sido muy nerviosa e inquieta, en el parque daba vueltas sin parar, corría, saltaba sin cesar y no jugaba con otros niños de su edad.
Ahora a los 10 años es muy despistada, se le olvidan los libros en clase y hasta la agenda. En los 2 últimos años (3º y 4º de Escolarización Primaria) el rendimiento académico es bajo, y este último trimestre ha suspendido 2 asignaturas. Su autoestima parece baja, siempre refiere que no se siente capaz de estudiar como sus compañeros y que le supone mucho esfuerzo.
El profesor nos ha comentado que en clase interrumpe constantemente las explicaciones del mismo, no atiende como el resto de los compañeros, da respuestas precipitadas y se levante constantemente del asiento con la disculpa de ir al baño.
Manuel tiene 12 años, los padres manifiestan que desde hace uno se porta mucho peor que antes, insulta a sus padres, compañeros de clase y profesores, los amenaza con pegarles una paliza, les chantajea y se ha visto implicado en varios robos en la escuela.
El último mes y en dos ocasiones prendió fuego en el baño del colegio a libros escolares de compañeros de clase y se escapó de casa por la noche alegando que a sus amigos sus padres les dejan salir hasta las tres de la mañana.
No atiende a razones y casi nunca hace caso de las normas que le imponen los padres, castigos o recomendaciones.
Rosa tiene 7 años y desde hace 2 años, siempre que la dejamos en la escuela llora y patalea como un niño de guardería, A faltado muchos días a clase porque manifiesta dolores muy fuertes de estómago y el médico no encuentra nada físico. Por las noches siempre nos pregunta entre sollozos si nos vamos a ir a algún lado o que si nos vamos a morir pronto.
Se despierta con terrores nocturnos con pesadillas de miedo a que la separen de nosotros, sueñan que la raptan o que tenemos un accidente de coche.
La profesora nos ha comentado que últimamente en clase Rosa está más triste de los normal y se relaciona menos con sus compañeros.